miércoles, 30 de noviembre de 2011

H. P. Lovecraft - Algunas notas sobre algo que no existe*


Para mí, la principal dificultad al escribir una autobiografía es encontrar algo importante que contar. Mi existencia ha sido reservada, poco agitada y nada sobresaliente; y en el mejor de los casos sonaría tristemente monótona y aburrida sobre el papel.

Nací en Providence, R.I. -donde he vivido siempre, excepto por dos pequeñas interrupciones- el 20 de agosto de 1890; de vieja estirpe de Rhode Island por parte de mi madre, y de una línea paterna de Devonshire domiciliada en el estado de Nueva York desde 1827.

Los intereses que me llevaron a la literatura fantástica aparecieron muy temprano, pues hasta donde puedo recordar claramente me encantaban las ideas e historias extrañas, y los escenarios y objetos antiguos. Nada ha parecido fascinarme tanto como el pensamiento de alguna curiosa interrupción de las prosaicas leyes de la Naturaleza, o alguna intrusión monstruosa en nuestro mundo familiar por parte de cosas desconocidas de los ilimitados abismos exteriores.

Cuando tenía tres años o menos escuchaba ávidamente los típicos cuentos de hadas, y los cuentos de los hermanos Grimm están entre las primeras cosas que leí, a la edad de cuatro años. A los cinco me reclamaron Las mil y una noches, y pasé horas jugando a los árabes, llamándome «Abdul Alhazred», lo que algún amable anciano me había sugerido como típico nombre sarraceno. Fue muchos años más tarde, sin embargo, cuando pensé en darle a Abdul un puesto en el siglo VIII ¡y atribuirle el temido e inmencionable Necronomicon!

Pero para mí los libros y las leyendas no detentaron el monopolio de la fantasía. En las pintorescas calles y colinas de mi ciudad nativa, donde los tragaluces de las puertas coloniales, los pequeños ventanales y los graciosos campanarios georgianos todavía mantienen vivo el encanto del siglo XVIII, sentía una magia entonces y ahora difícil de explicar. Los atardeceres sobre los tejados extendidos por la ciudad, tal como se ven desde ciertos miradores de la gran colina, me conmovían con un patetismo especial. Antes de darme cuenta, el siglo XVIII me había capturado más completamente que al héroe de Berkeley Square; de manera que pasaba horas en el ático abismado en los grandes libros desterrados de la biblioteca de abajo y absorbiendo inconscientemente el estilo de Pope y del Dr. Johnson como un modo de expresión natural. Esta absorción era doblemente fuerte debido a mi frágil salud, que provocó que mi asistencia a la escuela fuera poco frecuente e irregular. Uno de sus efectos fue hacerme sentir sutilmente fuera de lugar en el período moderno, y pensar por lo tanto en el tiempo como algo místico y portentoso donde todo tipo de maravillas inesperadas podrían ser descubiertas.

También la naturaleza tocó intensamente mi sentido de lo fantástico. Mi hogar no estaba lejos de lo que por entonces era el límite del distrito residencial, de manera que estaba tan acostumbrado a los prados ondulantes, a las paredes de piedra, a los olmos gigantes, a las granjas abandonadas y a los espesos bosques de la Nueva Inglaterra rural como al antiguo escenario urbano. Este paisaje melancólico y primitivo me parecía que encerraba algún significado vasto pero desconocido, y ciertas hondonadas selváticas y oscuras cerca del río Seekonk adquirieron una aureola de irrealidad no sin mezcla de un vago horror. Aparecían en mis sueños, especialmente en aquellas pesadillas que contenían las entidades negras, aladas y gomosas que denominé «night-gaunts» [espectros nocturnos o «alimañas descarnadas»].

Cuando tenía seis años conocí la mitología griega y romana a través de varias publicaciones populares juveniles, y fui profundamente influido por ella. Dejé de ser un árabe y me transformé en romano, adquiriendo de paso una rara sensación de familiaridad y de identificación con la antigua Roma sólo menos poderosa que la sensación correspondiente hacia el siglo XVIII. En un sentido, las dos sensaciones trabajaron juntas; pues cuando busqué los clásicos originales de los cuales se tomaron los cuentos infantiles, los encontré en su mayoría en traducciones de finales del siglo XVII y del XVIII. El estímulo imaginativo fue inmenso, y durante una temporada creí realmente haber vislumbrado faunos y dríadas en ciertas arboledas venerables. Solía construir altares y ofrecer sacrificios a Pan, Diana, Apolo y Minerva.

En este período, las extrañas ilustraciones de Gustave Doré -que conocí en ediciones de Dante, Milton y La balada del antiguo marinero- me afectaron poderosamente. Por primera vez empecé a intentar escribir: la primera pieza que puedo recordar fue un cuento sobre una cueva horrible perpetrado a la edad de siete años y titulado «The Noble Eavesdropper» [El noble fisgón]. Este no ha sobrevivido, aunque todavía poseo dos hilarantes esfuerzos infantiles que datan del año siguiente: «The Mysterious Ship» [La nave misteriosa] y «The Secret of the Grave [El secreto de la tumba], cuyos títulos exhiben suficientemente la orientación de mi gusto.

A la edad de casi ocho años adquirí un fuerte interés por las ciencias, que surgió sin duda de las ilustraciones de aspecto misterioso de «Instrumentos filosóficos y científicos» al final del Webster's Unabrigded Dictionary. Primero vino la química, y pronto tuve un pequeño laboratorio muy atractivo en el sótano de mi casa. A continuación vino la geografía, con una extraña fascinación centrada en el continente antártico y otros reinos inexplorados de remotas maravillas. Finalmente amaneció en mí la astronomía; y el señuelo de otros mundos e inconcebibles abismos cósmicos eclipsó todos mis otros intereses durante un largo período hasta después de mi duodécimo cumpleaños. Publicaba un pequeño periódico hectografiado titulado The Rhode Island Journal of Astronomy, y finalmente -a los dieciséis- irrumpí en la publicación real en la prensa local con temas de astronomía, colaborando con artículos mensuales sobre fenómenos de actualidad para un periódico local, y alimentando la prensa rural semanal con misceláneas más expansivas.

Fue durante la secundaria -a la que pude asistir con cierta regularidad- cuando produje por primera vez historias fantásticas con algún grado de coherencia y seriedad. Eran en gran parte basura, y destruí la mayoría a los dieciocho, pero una o dos probablemente alcanzaron el nivel medio del «pulp». De todas ellas he conservado solamente «The Beast in the Cave» [La bestia de la cueva] (1905) y «The Alchemist» [El alquimista] (1908). En esta etapa la mayor parte de mis escritos, incesantes y voluminosos, eran científicos y clásicos, ocupando el material fantástico un lugar relativamente menor. La ciencia había eliminado mi creencia en lo sobrenatural, y la verdad por el momento me cautivaba más que los sueños. Soy todavía materialista mecanicista en filosofía. En cuanto a la lectura: mezclaba ciencia, historia, literatura general, literatura fantástica y basura juvenil con la más completa falta de convencionalismo.

Paralelamente a todos estos intereses en la lectura y la escritura, tuve una niñez muy agradable; los primeros años muy animados con juguetes y con diversiones al aire libre, y el estirón después de mi décimo cumpleaños dominado por persistentes pero forzosamente cortos paseos en bicicleta que me familiarizaron con todas las etapas pintorescas y excitadoras de la imaginación del paisaje rural y los pueblos de Nueva Inglaterra. No era de ningún modo un ermitaño: más de una banda de la muchachada local me contaba en sus filas.

Mi salud me impidió asistir a la universidad; pero los estudios informales en mi hogar, y la influencia de un tío médico notablemente erudito, me ayudaron a evitar algunos de los peores efectos de esta carencia. En los años en que debería haber sido universitario viré de la ciencia a la literatura, especializándome en los productos de aquel siglo XVIII del cual tan extrañamente me sentía parte. La escritura fantástica estaba entonces en suspenso, aunque leía todo lo espectral que podía encontrar -incluyendo los frecuentes sueltos extraños en revistas baratas tales como All-Story y The Black Cat-. Mis propios productos fueron mayoritariamente versos y ensayos: uniformemente despreciables y relegados ahora al olvido eterno.

En 1914 descubrí la United Amateur Press Association y me uní a ella, una de las organizaciones epistolares de alcance nacional de literatos noveles que publican trabajos por su cuenta y forman, colectivamente, un mundo en miniatura de crítica y aliento mutuos y provechosos. El beneficio recibido de esta afiliación apenas puede sobrestimarse, pues el contacto con los variados miembros y críticos me ayudó infinitamente a rebajar los peores arcaísmos y las pesadeces de mi estilo. Este mundo del «periodismo aficionado» está ahora mejor representado por la National Amateur Press Association, una sociedad que puedo recomendar fuerte y conscientemente a cualquier principiante en la creación. Fue en las filas del amateurismo organizado donde me aconsejaron por primera vez retomar la escritura fantástica; paso que di en julio de 1917 con la producción de «La tumba» y «Dagon» (ambos publicados después en Weird Tales) en rápida sucesión-. También por medio del amateurismo se establecieron los contactos que llevaron a la primera publicación profesional de mi ficción: en 1922, cuando Home Brew publicó un horroroso serial titulado «Herbert West - Reanimator». El mismo círculo, además, me llevó a tratar con Clark Ashton Smith, Frank Belknap Long, Wilfred B. Talman y otros después celebrados en el campo de las historias extraordinarias.

Hacia 1919 el descubrimiento de Lord Dunsany -de quien tomé la idea del panteón artificial y el fondo mítico representado por «Cthulhu», «Yog-Sothoth», «Yuggoth», etc.- dio un enorme impulso a mi escritura fantástica; y saqué material en mayor cantidad que nunca antes o después. En aquella época no me formaba ninguna idea o esperanza de publicar profesionalmente; pero el hallazgo de Weird Tales en 1923 abrió una válvula de escape de considerable regularidad. Mis historias del período de 1920 reflejan mucho de mis dos modelos principales, Poe y Dunsany, y están en general demasiado fuertemente inclinadas a la extravagancia y un colorismo excesivo como para ser de un valor literario muy serio.

Mientras tanto mi salud había mejorado radicalmente desde 1920, de manera que una existencia bastante estática comenzó a diversificarse con modestos viajes, dando a mis intereses de anticuario un ejercicio más libre. Mi principal placer fuera de la literatura pasó a ser la búsqueda evocadora del pasado de antiguas impresiones arquitectónicas y paisajísticas en las viejas ciudades coloniales y caminos apartados de las regiones más largamente habitadas de Norteamérica, y gradualmente me las he arreglado para cubrir un territorio considerable desde la glamorosa Québec en el norte hasta el tropical Key West en el sur y el colorido Natchez y Nueva Orleáns por el oeste. Entre mis ciudades favoritas, aparte de Providence, están Québec; Portsmouth, New Hampshire; Salem y Marblehead en Massachusetts; Newport en mi propio estado; Philadelphia; Annapolis; Richmond con su abundancia de recuerdos de Poe; la Charleston del siglo XVIII, St. Augustine del XVI y la soñolienta Natchez en su peñasco vertiginoso y con su interior subtropical magnífico. Las «Arkham» y «Kingsport» que salen en algunos de mis cuentos son versiones más o menos adaptadas de Salem y Marblehead. Mi Nueva Inglaterra nativa y su tradición antigua y persistente se han hundido profundamente en mi imaginación y aparecen frecuentemente en lo que escribo. Vivo actualmente en una casa de 130 años de antigüedad en la cresta de la antigua colina de Providence, con una vista arrobadora de ramas y tejados venerables desde la ventana encima de mi escritorio.

Ahora está claro para mí que cualquier mérito literario real que posea está confinado a los cuentos oníricos, de sombras extrañas, y «exterioridad» cósmica a pesar de un profundo interés en muchos otros aspectos de la vida y de la práctica profesional de la revisión general de prosa y verso. Por qué es así, no tengo la menor idea. No me hago ilusiones con respecto al precario estatus de mis cuentos, y no espero llegar a ser un competidor serio de mis autores fantásticos favoritos: Poe, Arthur Machen, Dunsany, Algernon Blackwood, Walter de la Mare, y Montague Rhodes James. La única cosa que puedo decir en favor de mi trabajo es su sinceridad. Rechazo seguir las convenciones mecánicas de la literatura popular o llenar mis cuentos con personajes y situaciones comunes, pero insisto en la reproducción de impresiones y sentimientos verdaderos de la mejor manera que pueda lograrlo. El resultado puede ser pobre, pero prefiero seguir aspirando a una expresión literaria seria antes que aceptar los estándares artificiales del romance barato.

He intentado mejorar y hacer más sutiles mis cuentos con el paso de los años, pero no logré el progreso deseado. Algunos de mis esfuerzos han sido mencionados en los anuarios de O'Brien y O. Henry, y unos pocos tuvieron el honor de ser reimpresos en antologías; pero todas las propuestas para publicar una colección han quedado en nada. Es posible que uno o dos cuentos cortos puedan salir como separatas dentro de poco. Nunca escribo si no puedo ser espontáneo: expresando un sentimiento ya existente y que exige cristalización. Algunos de mis cuentos involucran sueños reales que he experimentado. Mi ritmo y manera de escribir varían bastante en diferentes casos, pero siempre trabajo mejor de noche. De mis producciones, mis favoritos son «The Colour Out of Space» [El color que cayó del cielo] y «The Music of Erich Zann» [La música de Erich Zann], en el orden citado. Dudo si podría tener algún éxito en el tipo ordinario de ciencia ficción.

Creo que la escritura fantástica ofrece un campo de trabajo serio nada indigno de los mejores artistas literarios; aunque uno muy limitado, ya que refleja solamente una pequeña sección de los infinitamente complejos sentimientos humanos. La ficción espectral debe ser realista y centrarse en la atmósfera; confinar su salida de la Naturaleza al único canal sobrenatural elegido, y recordar que el escenario, el tono y los fenómenos son más importantes para comunicar lo que hay que comunicar que los personajes y la trama. La «gracia» de un cuento verdaderamente extraño es simplemente alguna violación o superación de una ley cósmica fija, una escapada imaginativa de la tediosa realidad; por lo tanto son los fenómenos más que las personas los «héroes» lógicos. Los horrores, creo, deben ser originales: el uso de mitos y leyendas comunes es una influencia debilitadora. La ficción publicada actualmente en las revistas, con su orientación incurable hacia los puntos de vista sentimentales convencionales, estilo enérgico y alegre, y artificiales tramas de «acción», no puntúan alto. El mejor cuento fantástico jamás escrito es probablemente «The Willows» [Los sauces] de Algernon Blackwood.

23 de noviembre de 1933.

* Escrito en 1933 para la revista Unusual Stories, donde nunca llegó a publicarse. Traducido por Eduardo Giordanino y Carles Bellver Torlà.

Anton Chejov - Consejos para escritores



  • Uno no termina con la nariz rota por escribir mal; al contrario, escribimos porque nos hemos roto la nariz y no tenemos ningún lugar al que ir.
  • Cuando escribo no tengo la impresión de que mis historias sean tristes. En cualquier caso, cuando trabajo estoy siempre de buen humor. Cuanto más alegre es mi vida, más sombríos son los relatos que escribo.
  • Dios mío, no permitas que juzgue o hable de lo que no conozco y no comprendo.
  • No pulir, no limar demasiado. Hay que ser desmañado y audaz. La brevedad es hermana del talento.
  • Lo he visto todo. No obstante, ahora no se trata de lo que he visto sino de cómo lo he visto.
  • Es extraño: ahora tengo la manía de la brevedad: nada de lo que leo, mío o ajeno, me parece lo bastante breve.
  • Cuando escribo, confío plenamente en que el lector añadirá por su cuenta los elementos subjetivos que faltan al cuento.
  • Es más fácil escribir de Sócrates que de una señorita o de una cocinera.
  • Guarde el relato en un baúl un año entero y, después de ese tiempo, vuelva a leerlo. Entonces lo verá todo más claro. Escriba una novela. Escríbala durante un año entero. Después acórtela medio año y después publíquela. Un escritor, más que escribir, debe bordar sobre el papel; que el trabajo sea minucioso, elaborado.
  • Te aconsejo: 1) ninguna monserga de carácter político, social, económico; 2) objetividad absoluta; 3) veracidad en la pintura de los personajes y de las cosas; 4) máxima concisión; 5) audacia y originalidad: rechaza todo lo convencional; 6) espontaneidad.
  • Es difícil unir las ganas de vivir con las de escribir. No dejes correr tu pluma cuando tu cabeza está cansada.
  • Nunca se debe mentir. El arte tiene esta grandeza particular: no tolera la mentira. Se puede mentir en el amor, en la política, en la medicina, se puede engañar a la gente e incluso a Dios, pero en el arte no se puede mentir.
  • Nada es más fácil que describir autoridades antipáticas. Al lector le gusta, pero sólo al más insoportable, al más mediocre de los lectores. Dios te guarde de los lugares comunes. Lo mejor de todo es no describir el estado de ánimo de los personajes. Hay que tratar de que se desprenda de sus propias acciones. No publiques hasta estar seguro de que tus personajes están vivos y de que no pecas contra la realidad.
  • Escribir para los críticos tiene tanto sentido como darle a oler flores a una persona resfriada.
  • No seamos charlatanes y digamos con franqueza que en este mundo no se entiende nada. Sólo los charlatanes y los imbéciles creen comprenderlo todo.
  • No es la escritura en sí misma lo que me da náusea, sino el entorno literario, del que no es posible escapar y que te acompaña a todas partes, como a la tierra su atmósfera. No creo en nuestra intelligentsia, que es hipócrita, falsa, histérica, maleducada, ociosa; no le creo ni siquiera cuando sufre y se lamenta, ya que sus perseguidores proceden de sus propias entrañas. Creo en los individuos, en unas pocas personas esparcidas por todos los rincones -sean intelectuales o campesinos-; en ellos está la fuerza, aunque sean pocos.

sábado, 26 de noviembre de 2011

Franz Kafka - Sobre el arte de escribir



Kafka a Oskar Pollak [Praga, principios de 1903]

De entre ese par de millares de líneas que te entrego, quizás haya unas diez que todavía podría tolerar; los toques de trompeta en la última carta no eran necesarios, en lugar de la esperada revelación te envío garabatos infantiles... La mayor parte me resulta repelente, lo digo abiertamente (por ejemplo La mañana y otras cosas); me resulta imposible leer esto por entero y me contento si aguantas alguna lectura aislada. Pero debes recordar que yo comencé en una época en la que se "creaban obras" cuando se utilizaba un lenguaje ampuloso; no existe peor época para el comienzo. ¡Y yo que estaba tan emperrado por las palabras grandilocuentes! Entre los papeles hay una hoja en la cual están apuntados unos nombres especialmente solemnes, escogidos del calendario. Necesitaba dos nombres para una novela, y por fin elegí los subrayados: Johannes y Beate (Renate ya me lo habían birlado, por su gorda aureola de prestigio). Resulta casi divertido. (B.K. 57 s.)


Kafka a Oskar Pollak [Praga, principios de 1903]

En estos cuadernos hay, sin embargo, algo que falta por completo: aplicación, constancia y como se digan todas estas cosas [...]. Lo que a mí me falta es disciplina. El leer a medias estos cuadernos es lo menos que hoy espero de ti. Tienes un hermoso cuarto. Las lucecitas de los comercios brillan semiocultas y activas desde abajo. Quiero que cada sábado, comenzando desde el segundo, me permitas que te lea mis obras durante media hora. Quiero ser aplicado durante tres meses. Hoy sé ante todo una cosa: el arte tiene más necesidad de la artesanía, que la artesanía del arte. Claro que no creo que uno pueda obligarse a parir, pero sí a educar a los hijos. (B.K. 58)


Kafka a Oskar Pollak [Praga], 6-IX [probablemente 1903]

Te prepararé un paquete, en el cual estará todo lo que he escrito hasta ahora, mío o de otros. No faltará nada, excepto las cosas de infancia (ya ves, la desgracia me persigue desde pequeño), aquello que ya no poseo, lo que considero sin valor para el contexto, los proyectos -que son países para quien los tiene y arena para los demás- y por último aquello que no puedo enseñarte ni tan sólo a ti, pues uno se estremece cuando queda desnudo y otro le va palpando, aunque esto lo haya pedido uno de rodillas. Por cierto, este último medio año apenas he escrito. Así que todo cuanto queda, no sé cuánto es, te lo daré en cuanto me escribas o digas un "sí" a lo que te pido.

Se trata de algo especial, y aunque yo sea muy torpe para escribir tales cosas (muy ignorante), quizás ya lo sepas. No te exijo que me des una respuesta sobre si sería una alegría esperar aquí o si se pueden encender hogueras de buena gana, ni quiero saber tampoco qué opinas de mí, pues esto te lo habría de sacar con tenazas.

Quiero algo más fácil y más difícil, quiero que leas estas hojas, aunque lo hagas con indiferencia y a regañadientes. Porque hay entre ellas cosas indiferentes y que repugnan. Resulta que lo más querido que tengo -y por ello lo quiero- sólo está frío, a pesar del sol; y sé que dos ojos ajenos harán que todo sea más cálido y vivo cuando lo contemplen. Solo escribo más cálido y vivo, pues esto es segurísimo, dado que está escrito: "Hermoso es el sentimiento independiente, pero el sentimiento que contesta produce mayor eficacia".

Pero por qué hablar tanto, no -tomo un trocito (porque puedo más de lo que te doy- sí, un trocito de mi corazón, lo empaqueto con cuidado en un par de hojas escritas, y te lo doy. (B. 18 s.)


Kafka a Oskar Pollak [Praga, 9 de noviembre de 1903]

Las cosas que quería leerte y que te enviaré, son fragmentos de mi libro El niño y la ciudad, que yo mismo sólo poseo en fragmentos. Si te los quiero enviar, tendré que copiarlos, y eso exige tiempo. Por consiguiente, con cada carta te iré enviando algunas hojas (si no viera que el asunto está adelantado visiblemente, se me pasarían pronto las ganas en ello); tú las podrás leer en su contexto. La primera pieza te llegará con la próxima carta.

Hace tiempo que ya no se ha escrito nada. Con ello me pasa lo siguiente: Dios no quiere que yo escriba, pero yo tengo necesidad de hacerlo. Así se produce un constante tira y afloja, pero en definitiva Dios es el más fuerte, y hay en ello más desgracia de lo que puedas imaginarte. Hay en mi interior muchas fuerzas atadas a una estaca de la cual nazca quizás un verde árbol, mientras que liberadas podrían ser útiles a mí y al estado.

Pero con quejas no se desprende uno de ruedas de molino, y menos aún cuando uno les tiene cariño (B. 20 s.)


Conversación de Kafka con Oskar Baum [otoño de 1904]

Cuando uno no tiene necesidad de distraer de los acontecimientos mediante ocurrencias estilísticas, la tentación para hacerlo es más fuerte. (B.K. 96)  Por fin, después de cinco meses de mi vida durante los cuales no he podido escribir nada que me pudiera contentar, y que no me serán restituidos por ningún poder, aunque todos debieran estar obligados a ello, se me ocurre hablarme de nuevo a mí mismo. Hasta ahora todavía había contestado siempre cuando me preguntaba de verdad; en este aspecto siempre se podía sacar algún provecho de ese montón de paja que yo soy desde hace cinco meses, y cuyo destino parece que sea el de ser incendiado en verano para que las llamas lo consuman con mayor rapidez de lo que pestañea el observador. ¡Ojalá me ocurriera esto a mí! Y me habría de ocurrir diez veces, pues ni tan sólo me arrepiento de esa infeliz época. Mi situación no es de infelicidad, pero tampoco de felicidad, no es de indiferencia, ni de debilidad, ni de cansancio, ni otro interés; entonces ¿qué es? El que yo no lo sepa, quizás esté relacionado con mi incapacidad para escribir. Y a ésta creo comprenderla, sin conocer su razón. Resulta que todas las cosas que se me ocurren, no se me ocurren desde la raíz, sino hacia algún lugar de su mitad. Que alguien intente agarrarlas así, intente alguien agarrarse a una hierba que sólo comienza a crecer a medio tallo. Eso sólo lo pueden unos pocos, por ejemplo los acróbatas japoneses que suben por una escalera que no está apoyada en el suelo, sino sobre las suelas levantadas de un hombre medio echado, y que no se apoya en la pared, sino que sube por el aire. Yo no sé hacerlo, aparte de que mi escalera no tiene a su disposición esas suelas.

Claro que eso no lo es todo, y una pregunta así no me hace hablar. Pero cada día debería haber por lo menos una línea dirigida contra mí, tal como ahora todos dirigen los telescopios contra el cometa. Y si alguna vez apareciera yo ante esa frase, atraído por ella, tal como me ocurrió por ejemplo durante las últimas Navidades, cuando logré aguantarme en el último instante y cuando realmente parecía estar en el último peldaño de mi escalera, que sin embargo estaba fija en el suelo y apoyada en la pared. ¡Pero qué suelo, qué pared! Y sin embargo, aquella escalera no cayó, tanto la apretaron mis pies contra el suelo, tanto la alzaron mis pies contra la pared. (T. 11 ss.)


15 de noviembre de 1910

Casi ninguna palabra que escribo se adapta a las demás; oigo cómo las consonantes se rozan con sonido metálico, y las vocales lo acompañan con un canto que parece el de los negros en las ferias. Mis dudas forman un círculo en torno a cada palabra, las veo antes que a la palabra, ¿pero qué? No veo en absoluto la palabra, la invento. En definitiva no sería la mayor desgracia, sólo que entonces tendría que inventar palabras capaces de soplar el olor de cadáver en una dirección que no nos espantara en seguida a mí y al lector, Cuando me siento ante mi escritorio, mis ánimos no son mejores que los del individuo que cae en medio de la Place de l'Opéra y se fractura ambas piernas. A pesar del ruido que producen, todos los coches avanzan en silencio de todas partes a todas partes, pero mejor orden que el de los urbanos lo produce el dolor de ese individuo, que le cierra los ojos y hace que la plaza y las calles queden desiertas, sin que los coches hayan de volverse atrás. La mucha vida le duele, puesto que representa un obstáculo para la circulación, pero el vacío no es menos duro, puesto que libera su dolor propiamente dicho. (T. 27 s.)


Kafka a Max Brod [Praga], 17-XII [1910]

Cuando a la izquierda finalizan los ruidos del desayuno, comienzan a la derecha los ruidos del almuerzo, por doquier abren puertas como si quisieran abrir boquetes en las paredes. Pero ante todo permanece el centro de la desgracia. No puedo escribir; no he producido ni una sola línea que reconozca como mía, pero por el contrario he borrado todo cuanto he escrito después de París, que no era mucho. Mi cuerpo entero me advierte ante cada palabra; cada palabra, antes de que permita que yo la escriba, mira primero en torno suyo.

Las frases se me parten prácticamente, veo su interior y entonces tengo que acabar en seguida. (B. 85)


17 de diciembre de 1910

El hecho de que haya quitado y tachado tantas cosas, casi todo cuanto había escrito durante este año, también me obstaculiza bastante para escribir. Es toda una montaña, cinco veces más de lo que había escrito en total, y ya su propia masa atrae cuanto escribo, sacándomelo bajo la pluma. (T. 29)


20 de diciembre de 1910

¿Cómo puedo disculparme por no haber escrito todavía nada en el día de hoy? De ninguna manera, más aún teniendo en cuenta que mi estado no es el peor. De continuo me zumba en el oído una invocación: "¡Ojalá vinieras, juicio invisible!". (T. 31)


28 de diciembre de 1910

Mis fuerzas ya no bastan para ninguna frase más. Sí, si se tratara de palabras, si fuera suficiente colocar una sola palabra, para apartarse luego con la conciencia tranquila de haber colmado esta palabra con todo nuestro ser. (T. 34)


19 de enero de 1911

Dado que parece que estoy acabado de raíz -en el último año no me he despertado más de cinco minutos-, cada día tendré que desear mi desaparición de la Tierra, o bien habré de comenzar desde el principio como un niño pequeño, sin que pueda ver en ello la menor esperanza. Externamente me resultaría ahora más fácil que en aquel entonces, pues en aquellos tiempos apenas avanzaba yo con una leve idea hacia una representación que de palabra en palabra estuviera conectada con mi vida, que yo pudiera atraer a mi pecho y que me arrastrara de mi asiento. ¡De qué forma más calamitosa comencé (aunque incomparable con la actual)! ¡Qué frío me perseguía días enteros procedente de los textos escritos! ¡Cuán enorme era el peligro y qué poco interrumpido parecía, que no noté en absoluto ese frío, lo que sin embargo no disminuía en absoluto mi desgracia!

En cierta ocasión tenía pensada una novela en la cual se habían de enfrentar dos hermanos, uno de los cuales emigraría a América, mientras el otro permanecía en una cárcel europea. Sólo comencé alguna que otra frase desperdigada, pues en seguida me sentí fatigado.

Así, un domingo por la tarde, cuando nos encontrábamos de visita en casa de los abuelos y después de haberme comido un pan especialmente blando y untado con mantequilla que nos acostumbraban a ofrecer allí, también escribí algo sobre mi cárcel. Es bien posible que lo hiciese ante todo por presunción y que, moviendo la hoja de papel sobre la mesa, dando golpecitos con el lápiz, mirando a quienes me rodeaban, quisiese provocar que alguien me quitara lo escrito, lo contemplara y me alabara.

En aquellas pocas líneas se describía primordialmente el corredor de la cárcel, ante todo el silencio y el frío que reinaban en ese lugar. También se decía alguna palabra compasiva sobre el hermano que quedaba atrás, por tratarse del hermano. Quizás tuviera un momentáneo sentimiento de la futilidad de mi narración, sólo que antes de aquella tarde nunca me había fijado mucho en tales sentimientos cuando me encontraba sentado junto a los parientes, a los que estaba acostumbrado (mi temor era tan grande, que la costumbre ya me hacía medio feliz), en torno a la mesa en la habitación conocida, sin poder olvidar que yo era joven y elegido para grandes cosas.

Un tío mío, a quien le gustaba reírse de los demás, me quitó por fin la hoja de papel que yo apenas sostenía, la contempló de pasada, me la devolvió, incluso sin reír, y a los demás, que habían estado observando sus movimientos, les dijo "lo de siempre", pero a mí no me dijo nada. Me quedé sentado y seguí inclinándome como antes sobre el ahora inservible papel, pero había quedado expulsado de un solo golpe de la sociedad. La sentencia del tío se fue repitiendo en mí con un significado ya casi real, e incluso dentro del sentimiento familiar llegué a tener una visión del frío espacio de nuestro mundo, al que yo habría de dar calor con un fuego que todavía tenía que buscar. (T. 39 ss.)


19 de febrero de 1911

El modo especial de mi inspiración con la cual yo, el más feliz e infeliz, me dispongo a ir a dormir ahora a las dos de la madrugada (quizás, si soporto el pensamiento en ella, permanecerá, pues es superior a todas las anteriores), es que soy capaz de todo, no sólo ante un determinado trabajo. Cuando escribo al azar una frase cualquiera, por ejemplo "Miró por la ventana", ya es perfecta. (T. 41 s.)


28 de marzo de 1911

Mi visita a casa del Dr. Steiner [...]. Mi felicidad, mi habilidad y cualquier posibilidad de ser útil de alguna forma, se encuentran desde siempre en lo literario. Y aquí he vivido algunas situaciones (no muchas), que en mi opinión están muy emparentadas con los estados visionarios descritos por usted, señor doctor, en los cuales yo vivía enteramente cada visión, y en los cuales no sólo me sentía llegar a mis límites, sino a los límites de lo humano en sí. Sólo la tranquilidad del entusiasmo, probablemente propia de los visionarios, estaba ausente en tales estados, aunque no del todo. Esto lo deduzco del hecho de que lo mejor de mis trabajos no lo escribí en tales estados.

A esta tarea literaria no puedo entregarme por completo, tal como habría de ser, y ello por diversas razones.

Aparte de mi situación familiar, no podría vivir de la literatura debido al lento proceso de elaboración de mis trabajos y a su carácter especial. Por añadidura, mi salud y mi carácter me impiden dedicarme a una vida que, en el mejor de los casos, sería incierta. Por consiguiente estoy empleado en una compañía de seguros sociales. Ahora bien, esas dos profesiones jamás pueden soportarse mutuamente ni permitir una felicidad común. La menor felicidad en una se convierte en enorme desgracia para la segunda. Si una noche logro escribir algo bueno, al día siguiente no consigo hacer nada en la oficina. Este continuo contraste empeora cada vez más. En la oficina cumplo externamente con mis obligaciones, pero no así interiormente. Y toda obligación interna no cumplida se convierte en una desgracia, que ya no se mueve de mí. ¿Y a esas dos tendencias nunca equilibrables habría de adjuntar ahora, como tercera, la teosofía? (T. 57 s.)


20 de agosto de 1911

Tengo la desgraciada creencia de que no tengo tiempo ni para el más mínimo buen trabajo, pues en verdad no dispongo de tiempo para una historia, tal como debería hacerlo. Pero luego creo de nuevo que mi viaje resultará mejor, de que tendré mejor capacidad de captar cuando un poco de escribir me haya agilizado, y así lo intento de nuevo. (T. 59)


20 de agosto de 1911

He leído sobre Dickens. ¿Es realmente tan difícil y es posible que una persona externa comprenda que uno pueda vivir dentro de sí mismo una historia desde el principio, desde el punto lejano hasta la locomotora de acero, carbón y vapor que se va acercando, pero que ni tan sólo en ese momento la abandona, sino que quiere ser perseguido por ella y dispone de tiempo para ello, por lo que uno es perseguido y corre ante ella con las propias fuerzas, dondequiera que ella avanza y dondequiera que se la atrae?

No puedo entenderlo y ni tan sólo creerlo. Sólo vivo aquí y acullá en una pequeña palabra, en cuya metafonía pierdo por algunos instantes mi inútil cabeza. La primera y la última letra son el principio y el final de mi sentimiento pisciforme. (T. 60)


Kafka a Max Brod [Sanatorio Erlenbach, Suiza, 17 de septiembre de 1911]

Claro que ninguno de esos obstáculos existiría si sintiera en mí la necesidad de escribir, tal como ocurrió por bastante rato en largo tiempo, tal como ocurrió durante un instante en Stresa, donde me sentí por entero como un puño, en cuyo interior las uñas penetran en la carne; no puedo expresarlo de otra forma. En realidad debería despedirme de inmediato tras las comidas, como si fuera un tipo raro muy especial al que se sigue con la mirada; debería subir a mi cuarto, colocar el sillón sobre la mesa y escribir a la luz de la débil bombilla instalada arriba en el techo.

Albert Camus - Novela y Rebeldía



Es posible separar la literatura de consentimiento que coincide, en líneas generales, con los siglos antiguos y los siglos clásicos, y la literatura de disidencia que empieza con los tiempos modernos. Se observará entonces la escasez de novela en la primera. Cuando existe, salvo raras excepciones, no concierne a la historia, sino a la fantasía (Teágenes y Cariclea o La Astrea). Son cuentos, no novelas. Con la segunda, por el contrario, se desarrolla realmente el género novelesco que no ha cesado de enriquecerse y extenderse hasta nuestros días, al mismo tiempo que el movimiento crítico y revolucionario. La novela nace al mismo tiempo que el espíritu de rebeldía y traduce, en el plano estético, la misma ambición.

«Historia ficticia, escrita en prosa», dice Littré de la novela. ¿No es más que esto? Un crítico católico1 ha escrito no obstante: «El arte, sea cual sea su objetivo, siempre hace una competencia culpable a Dios». Es más justo, en efecto, hablar de una competencia a Dios, a propósito de la novela, que de una competencia al Estado civil. Thibaudet expresaba una idea parecida cuando decía a propósito de Balzac: «La comedia humana es la Imitación de Dios Padre.» El esfuerzo de la gran literatura parece consistir en crear universos cerrados o tipos completos. Occidente, en sus grandes creaciones, no se limita a describir su vida cotidiana. Se propone sin descanso grandes imágenes que lo enardecen y se lanza tras ellas.

Al fin y al cabo, escribir o leer una novela son acciones insólitas. Construir una historia mediante una disposición nueva de hechos verdaderos no tiene nada de inevitable, ni de necesario. Incluso si la explicación vulgar, por el gusto del creador y del lector, fuese verdad, habría que preguntarse entonces por qué necesidad la mayor parte de los hombres experimentan precisamente gusto e interés en historias fingidas. La crítica revolucionaria condena la novela pura como la evasión de una imaginación ociosa. La lengua común, a su vez, llama «novela» al relato engañoso del periodista torpe. Hace unos lustros, la costumbre quería asimismo, contra la verosimilitud, que las jóvenes fuesen «novelescas». Se daba a entender con ello que tales criaturas ideales no tenían en cuenta las realidades de la existencia. De manera general, siempre se ha considerado que lo novelesco se apartaba de la vida y que la embellecía al mismo tiempo que la traicionaba. La manera más simple y la más común de entender la expresión novelesco consiste, pues, en ver en ella un ejercicio de evasión. El sentido común se suma a la crítica revolucionaria.

Pero ¿de qué nos evadimos por medio de la novela? ¿De una realidad juzgada demasiado aplastante? La gente feliz lee también novelas y es constante que el extremo sufrimiento quite la afición a la lectura. Por otro lado, el universo novelesco tiene ciertamente menos peso y menor presencia que ese otro universo en que unos seres de carne y hueso nos asedian sin descanso. ¿Por qué misterio, sin embargo, Adolfo nos aparece como un personaje mucho más familiar que Benjamin Constant, el conde Mosca que nuestros moralistas profesionales? Balzac terminó un día una larga conversación sobre la política y la suerte del mundo diciendo: «Y ahora volvamos a las cosas serias», queriendo hablar de sus novelas. La gravedad indiscutible del mundo novelesco, nuestro empeño en tomar, en efecto, en serio los mitos incontables que nos brinda desde hace dos siglos el genio novelesco, el gusto por la evasión no basta para explicarlo. Ciertamente, la actividad novelesca supone una especie de rechazo de lo real. Pero este rechazo no es una simple huida. ¿Hay que ver en él el movimiento de retiro del alma noble que, según Hegel, se crea a sí misma, en su decepción, un mundo ficticio en que la moral reina sola? La novela edificante, sin embargo, queda asaz distante de la gran literatura; y la mejor novela rosa, Pablo y Virginia, obra propiamente penosa, no ofrece nada al consuelo.

La contradicción es la siguiente: el hombre rechaza el mundo tal cual es, sin aceptar escaparse. De hecho, los hombres tienen apego al mundo y, en su inmensa mayoría, no desean abandonarlo. Lejos de querer olvidarlo siempre, sufren, al contrario, por no poseerlo bastante, extraños ciudadanos del mundo, exiliados en su propia patria. Salvo en los instantes fulgurantes de la plenitud, toda realidad es para ellos inacabada. Sus actos les escapan en otros actos, vuelven a juzgarlos bajo rostros inesperados, huyen como el agua de Tántalo hacia una desembocadura ignorada aún. Conocer la desembocadura, dominar el curso del río, captar por fin la vida como destino, he ahí su verdadera nostalgia, en lo más denso de su patria. Pero esta visión que, en el conocimiento al menos, los reconciliaría por fin con ellos mismos, no puede aparecer, si es que aparece, más que en ese momento fugitivo que es la muerte: todo acaba en él. Para estar, una vez, en el mundo, es preciso no estar ya en él nunca más.

Nace aquí esa desgraciada envidia que tantos hombres sienten por la vida de los otros. Percibiendo esas existencias por fuera, les suponen una coherencia y una unidad que no pueden tener, en verdad, pero que parecen evidentes al observador. Éste no ve más que la línea superior de tales vidas, sin cobrar conciencia del detalle que las roe. Hacemos entonces arte de tales existencias. De modo elemental, las novelamos. Cada cual, en este sentido, trata de hacer de su vida una obra de arte. Deseamos que el amor dure y sabemos que no dura; aunque, por milagro, debiese durar toda una vida, sería aún inacabado. Quizás, en esta insaciable necesidad de durar, comprenderíamos mejor el sufrimiento terrestre si supiéramos que fuese eterno. Parece que a las grandes almas las asusta a veces menos el dolor que el hecho de que no dura. A falta de una felicidad infatigable, un largo sufrimiento crearía al menos un destino. Pero no, y nuestras peores torturas cesarán un día. Una mañana, después de tantas desesperaciones, un irreprimible deseo de vivir nos anunciará que todo ha terminado y que el sufrimiento ya no tiene más sentido que la felicidad.

El afán de posesión no es más que otra forma del deseo de durar; él es el que hace el delirio impotente del amor. Ningún ser, ni siquiera el más amado, y que mejor nos responda, está nunca en nuestra posesión. En la tierra cruel, donde los amantes mueren a veces separados, nacen siempre divididos, la posesión total de un ser, la comunión absoluta en el tiempo entero de la vida es una imposible exigencia. El afán de la posesión es hasta tal punto insaciable que puede sobrevivir al amor mismo. Amar, entonces, es esterilizar al amado. El vergonzoso sufrimiento del amante, en lo sucesivo solitario, no es tanto el no ser ya amado, cuanto el saber que el otro puede y debe amar aún. En el límite, todo hombre devorado por el deseo loco de durar y de poseer desea a los seres a los que ha amado la esterilidad o la muerte. Ésta es la verdadera rebeldía. Quienes no han exigido, un día al menos la virginidad absoluta de los seres y del mundo; quienes no han temblado de nostalgia y de impotencia ante su imposibilidad; quienes, entonces, vueltos a su nostalgia de absoluto, no son destruidos intentando amar a media altura, ésos no pueden comprender la realidad de la rebeldía y su furia de destrucción. Pero los seres se escapan siempre y nosotros les escapamos también: no tienen perfiles firmes. La vida desde este punto de vista no tiene estilo. No es más que un movimiento que corre en pos de su forma sin dar nunca con ella. El hombre, desgarrado así, busca en vano esa forma que le daría los límites entre los cuales sería rey. ¡Que una sola cosa viva tenga su forma en este mundo y éste estará reconciliado!

No hay ser por fin que, a partir de cierto nivel elemental de conciencia, no se agote buscando las fórmulas o las actitudes que darían a su existencia la unidad que le falta. Parecer o hacer, el dandi o el revolucionario exigen la unidad, para ser, y para ser en este mundo. Como en esas patéticas y miserables relaciones que se prolongan a veces largo tiempo porque uno de los miembros espera hallar la palabra, el gesto o la situación que harán de su aventura una historia concluida y formulada en el tono justo, cada uno se crea o se propone tener la palabra final. No basta con vivir, hace falta un destino, y sin esperar la muerte. Es, pues, justo decir que el hombre tiene la idea de un mundo mejor que éste. Pero mejor no quiere decir entonces diferente, mejor quiere decir unificado. Esta fiebre que levanta el corazón por encima de un mundo disperso, del que, sin embargo, no puede desprenderse, es la fiebre de la unidad. No desemboca en una mediocre evasión, sino en la reivindicación más obstinada. Religión o crimen, todo esfuerzo humano obedece a la postre a ese deseo irrazonable y pretende dar a la vida la forma que no tiene. El mismo movimiento, que puede llevar a la adoración del cielo o a la destrucción del hombre, lleva asimismo a la creación novelesca, que recibe entonces su seriedad.

¿Qué es, en efecto, la novela sino este universo en que la acción halla su forma, en que las palabras del final son pronunciadas, los seres entregados a los seres, en que toda vida toma la faz del destino?2 El mundo novelesco no es más que la corrección de este mundo, según el deseo profundo del hombre. Pues se trata indudablemente del mismo mundo. El sufrimiento es el mismo, la mentira y el amor. Los personajes tienen nuestro lenguaje, nuestras debilidades, nuestras fuerzas. Su universo no es ni más bello ni más edificante que el nuestro. Pero ellos, al menos, corren hasta el final de su destino y no hay nunca personajes tan emocionantes como los que van hasta el extremo de su pasión, Kirilov y Stavroguin, la señora Graslin, Julián Sorel o el príncipe de Cléves. Es aquí donde nos alejamos de su medida, pues ellos acaban lo que nosotros no acabamos nunca.

Madame de La Fayette sacó La princesa de Cléves de la más estremecedora experiencia. Sin duda es la señora de Cléves, y sin embargo no lo es. ¿Dónde está la diferencia? La diferencia está en que madame de La Fayette no entró en un convento y que nadie en su entorno murió de desesperación. No cabe duda de que conoció al menos los instantes desgarradores de aquel amor sin igual. Pero no tuvo punto final, le sobrevivió, lo prolongó cesando de vivirlo, y por último, nadie, ni ella misma, hubiera conocido su dibujo si no le hubiera dado la curva desnuda de un lenguaje impecable. Del mismo modo, no existe historia más novelesca y más bella que la de Sophie Tonska y Casimir en Las pléyades de Gobineau. Sophie, mujer sensible y bella, que hace entender la confesión de Stendhal, «no hay más que las mujeres de gran carácter que puedan hacerme feliz», obliga a Casimir a confesarle su amor. Acostumbrada a ser amada, se impacienta ante aquél, que la ve todos los días y que, a pesar de ello, no ha abandonado nunca una calma irritante. Casimir confiesa, en efecto, su amor, pero en el tono de una exposición jurídica. La ha estudiado, la conoce tanto como se conoce a sí mismo, está seguro de que este amor, sin el que no puede vivir, carece de futuro. Ha decidido, pues, declararle a la vez este amor y su inconsistencia, hacerle donación de su fortuna -Sophie es rica y este gesto es inconsecuente- a condición de que ella le pase una modestísima pensión que le permita trasladarse al suburbio de una ciudad elegida al azar (será Vilna), y esperar en ella la muerte, en la pobreza. Casimir reconoce, por lo demás, que la idea de recibir de Sophie lo que le será necesario para subsistir representa una concesión a la debilidad humana, la única que se permitirá, con, de tarde en tarde, el envío de una página en blanco metida en un sobre en el que escribirá el nombre de Sophie. Tras mostrarse indignada, luego turbada, luego melancólica, Sophie aceptará; todo se desarrollará tal como Casimir había previsto. Morirá en Vilna, de su pasión triste. Lo novelesco tiene así su lógica. Una bella historia no carece de esa continuidad imperturbable que no se da nunca en las situaciones vividas, pero que se encuentra en el proceso del sueño, a partir de la realidad. Si Gobineau hubiese ido a Vilna, se habría aburrido y habría regresado, o habría estado allí a su gusto. Pero Casimir no conoce las ganas de cambiar y las mañanas de cura. Va hasta el fin, como Heathcliff, que deseará ir más allá de la muerte para Regar hasta el infierno.

He aquí, pues, un mundo imaginario, pero creado por la corrección de éste, un mundo en que el dolor puede, si quiere, durar hasta la muerte, en que las pasiones no se distraen nunca, en que los seres se entregan a una idea fija y están siempre presentes los unos para con los otros. El hombre se da al fin a sí mismo la forma y el límite apaciguador que persigue en vano en su condición. La novela fabrica destinos a la medida. Así es como compite con la creación y vence, provisionalmente, a la muerte. Un análisis detallado de las novelas más famosas mostraría, con perspectivas cada vez diferentes, que la esencia de la novela está en esa corrección perpetua, dirigida siempre en el mismo sentido, que el artista efectúa sobre su experiencia. Lejos de ser moral o puramente formal, esta corrección apunta primero a la unidad y traduce, con ello, una necesidad metafísica. La novela, a este nivel, es en primer lugar un ejercicio de la inteligencia al servicio de una sensibilidad nostálgica o en rebeldía. Se podría estudiar esta búsqueda de la unidad en la novela francesa de análisis, y en Melville, Balzac, Dostoievski o Tolstoi. Pero una breve confrontación entre dos tentativas que se sitúan en los extremos opuestos del mundo novelesco, la creación proustiana y la novela norteamericana de estos últimos años, bastará para nuestra intención.

La novela norteamericana pretende hallar su unidad reduciendo al hombre, ya sea a lo elemental, ya a sus reacciones externas y a su comportamiento3. No elige un sentimiento o una pasión del que dará una imagen privilegiada, como en nuestras novelas clásicas. Rechaza el análisis, la búsqueda de un resorte psicológico fundamental que explicaría y resumiría la conducta de un personaje. Por eso, la unidad de dicha novela no es más que una unidad de enfoque. Su técnica consiste en describir a los hombres por fuera, en los más indiferentes de sus gestos, en reproducir sin comentarios los discursos hasta en sus repeticiones4, en hacer, por fin, como si los hombres se definiesen enteramente por sus automatismos cotidianos. A ese nivel maquinal, efectivamente, los hombre se parecen y así se explica ese curioso universo en que todos los personajes parecen intercambiables, hasta en sus particularidades físicas. Esta técnica es llamada realista tan sólo por un malentendido. Además de que el realismo en arte es, como veremos, una noción incomprensible, resulta muy evidente que este mundo novelesco no tiende a la reproducción pura y simple de la realidad, sino a su estilización más arbitraria. Nace de una mutilación, y de una mutilación voluntaria, llevada a cabo sobre lo real. La unidad así obtenida es una unidad degradada, una nivelación de los seres y del mundo. Parece que, para esos novelistas, sea la vida interior la que priva las acciones humanas de la unidad y que arrebata a los seres los unos a los otros. Tal sospecha es en parte legítima. Pero la rebeldía que se halla en la fuente de este arte, no puede encontrar su satisfacción sino fabricando la unidad a partir de esa realidad interior, y no negándola. Negarla totalmente es referirse a un hombre imaginario. La novela negra es también una novela rosa de la que tiene la vanidad formal. Edifica a su manera5. La vida de los cuerpos, reducida a sí misma, produce paradójicamente un universo abstracto y gratuito, constantemente negado a su vez por la realidad. Esa novela, purgada de vida interior, en que los hombres parecen observados detrás de un cristal, acaba lógicamente dándose, como tema único, al hombre presuntamente medio, escenificando lo patológico. Así se explica la cantidad considerable de «inocentes» utilizados en este universo. El inocente es el tema ideal de semejante empresa, ya que no es definido, y por entero, sino por su comportamiento. Es el símbolo de este mundo exasperante, en que unos autómatas desdichados viven en la más maquinal de las coherencias, y que los novelistas norteamericanos han elevado frente al mundo moderno como una protesta patética, pero estéril.

En cuanto a Proust, su esfuerzo ha consistido en crear a partir de la realidad, obstinadamente contemplada, un mundo cerrado, insustituible, que no le pertenecía más que a él y marcaba su victoria sobre la huida de las cosas y sobre la muerte. Pero sus medios son opuestos. Dependen ante todo de una elección concertada, una meticulosa colección de instantes privilegiados que el novelista escogerá en lo más secreto de su pasado. Inmensos espacios muertos son así expulsados de la vida porque no han dejado nada en el recuerdo. Si el mundo de la novela norteamericana es el de los hombres sin memoria, el mundo de Proust no es en sí mismo más que una memoria. Se trata tan sólo de la más difícil y la más exigente de las memorias, la que rechaza la dispersión del mundo tal cual es y que saca de un perfume recobrado el secreto de un nuevo y antiguo universo. Proust elige la vida interior y, en la vida interior, lo que es más interior que ella, contra lo que en lo real se olvida, es decir lo maquinal, el mundo ciego. Pero de este rechazo de lo real, no saca la negación de lo real. No comete el error, simétrico al de la novela norteamericana, de suprimir lo maquinal. Reúne, por el contrario, en una unidad superior, el recuerdo perdido y la sensación presente, el pie que se tuerce y los días felices de antaño.

Es difícil retornar a los lugares de la dicha y la juventud. Las muchachas en flor ríen y parlotean eternamente frente al mar, pero aquel que las contempla va perdiendo poco a poco el derecho a amarlas, igual que aquellas a las que amó pierden el poder de ser amadas. Esta melancolía es la de Proust. Ha sido bastante potente en él para hacer brotar un rechazo de todo el ser. Pero el amor a las caras y a la luz lo ataban al mismo tiempo a este mundo. No consintió que las vacaciones felices se perdieran para siempre. Se comprometió a recrearlas de nuevo y a mostrar, contra la muerte, que el pasado se encontraba al término del tiempo en un presente imperecedero, más verdadero y más rico aún que en el origen. El análisis psicológico de El tiempo perdido no es entonces más que un poderoso medio. La grandeza real de Proust es haber escrito El tiempo recobrado, que reúne un mundo dispersado y le da una significación al nivel mismo del desgarramiento. Su victoria difícil, en vísperas de su muerte, consiste en haber podido extraer de la huida incesante de las formas, por las vías solas del recuerdo y la inteligencia, los símbolos estremecedores de la unidad humana. El reto más seguro que una obra de esta índole pueda plantear a la creación es presentarse como un todo, un mundo cerrado y unificado. Esto define las obras sin correcciones.

Se ha podido decir que el mundo de Proust era un mundo sin dios. Si eso es verdad, no es porque en él no se hable nunca de Dios, sino porque este mundo tiene la ambición de ser una perfección cerrada y de dar a la eternidad el rostro del hombre. El tiempo recobrado, en su ambición al menos, es la eternidad sin dios. La obra de Proust, desde este punto de vista, aparece como una de las empresas más desmesuradas y más significativas del hombre contra su condición mortal. Ha demostrado que el arte novelesco rehace la creación misma, tal cual nos es impuesta y tal cual es rechazada. Bajo uno de sus aspectos al menos, este arte consiste en elegir a la criatura contra su creador. Pero, más profundamente aún, se alía con la belleza del mundo o de los seres contra las potencias de la muerte y del olvido. Así es como su rebeldía es creadora.

Notas

1. Stanislas Funet
2. Incluso si la novela no dice más que la nostalgia, la desesperación, lo inacabado, crea con todo la forma y la salvación. Nombrar la desesperación es superarla. La literatura desesperada es una contradicción en los términos.
3. Se trata naturalmente de la novela «dura», la de los años treinta y cuarenta, y no de la floración norteamericana del siglo XIX.
4. Hasta en Faulkner, gran escritor de esta generación, el monólogo interior no reproduce más que la corteza del pensamiento.
5. Bernardin de Saint-Pierre y el marqués de Sade, con indicios diferentes, son los creadores de la novela de propaganda.

martes, 22 de noviembre de 2011

Charles Baudelaire - Consejos a los jóvenes literatos




Los preceptos que se van a leer son fruto de la experiencia; la experiencia implica una cierta suma de equivocaciones; y como cada cual las ha cometido –todas o poco menos-, espero que mi experiencia será verificada por la de cada cual.

DE LA SUERTE Y DE LA MALA SUERTE EN LOS COMIENZOS

Los escritores jovenes que hablando de un colega novel dicen con acento matizado de envidia: "¡Ha comenzado bien, ha tenido una suerte loca!", no reflexionan que todo comienzo está siempre precedido y es el resultado de otros veinte comienzos que no se conocen.
(...) creo más bien que el éxito es, en una proporción aritmética o geométrica, según la fuerza del escritor, el resultado de éxitos anteriores, a menudo invisibles a simple vista. Hay una lenta agregación de éxitos moleculares; pero generaciones espontáneas y milagrosas jamás.
Los que dicen: "Yo tengo mala suerte", son los que todavía no han tenido suficientes éxitos y lo ignoran.
Libertad y fatalidad son dos contrarios; vistas de cerca y de lejos son una sola voluntad.
Y es por eso que no hay mala suerte. Si hay mala suerte, es que nos falta algo: ese algo hay que conocerlo y estudiar el juego de las voluntades vecinas para desplazar más fácilmente la circunferencia.

DE LOS SALARIOS

Por hermosa que sea una casa es ante todo -y antes de que su belleza quede demostrada- tantos metros de frente por tantos de fondo. De igual modo la literatura, que es la materia más inapreciable, es ante todo una serie de columnas escritas; y el arquitecto literario, cuyo sólo nombre no es una probabilidad de beneficio, debe vender a cualquier precio.
Hay jóvenes que dicen: "Ya que esto vale tan poco, ¿para qué tomarse tanto trabajo?" Hubieran podido entregar trabajo del mejor; y en ese caso sólo hubieran sido estafados por la necesidad actual, por la ley de la naturaleza; pero se han estafado a sí mismos. Mal pagados, hubieran podido honrarse con ello; mal pagados, se han deshonrado.
Resumo todo lo que podría escribir sobre este asunto en esta máxima suprema, que entrego a la meditación de todos los filósofos, de todos los historiadores y de todos los hombres de negocios: "¡Sólo es con los buenos sentimientos con los que se llega a la fortuna!"
Los que dicen: "¡Para qué devanarse los sesos por tan poco!" son los mismos que más tarde quieren vender sus libros a doscientos francos el pliego, y rechazados, vuelven al día siguiente a ofrecerlo con cien francos de pérdida.
El hombre razonable es el que dice: "Yo creo que esto vale tanto, porque tengo genio; pero si hay que hacer algunas concesiones, las haré, para tener el honor de ser de los vuestros".

DE LAS SIMPATÍAS Y DE LAS ANTIPATÍAS

En amor como en literatura, las simpatías son involuntarias; no obstante, necesitan ser verificadas, y la razón tiene ulteriormente su parte.
Las verdaderas simpatías son excelentes, pues son dos en uno; las falsas son detestables, pues no hacen más que uno, menos la indiferencia primitiva, que vale más que el odio, consecuencia necesaria del engaño y de la desilusión.
Por eso yo admiro y admito la camaradería, siempre que esté fundada en relaciones esenciales de razón y de temperamento. Entonces es una de las santas manifestaciones de la naturaleza, una de las numerosas aplicaciones de ese proverbio sagrado: la unión hace la fuerza.
La misma ley de franqueza y de ingenuidad debe regir las antipatías. Sin embargo, hay gentes que se fabrican así odios como admiraciones, aturdidamente. Y esto es algo muy imprudente; es hacerse de un enemigo, sin beneficio ni provecho. Un golpe fallido no deja por eso de herir al menos en el corazón al rival a quien se le destinaba, sin contar que puede herir a derecha e izquierda a alguno de los testigos del combate.
Un día, durante una lección de esgrima, vino a molestarme un acreedor; yo lo perseguí por la escalera, a golpes de florete. Cuando volví, el maestro de armas, un gigante pacífico que me hubiera tirado al suelo de un soplido, me dijo: "¡Cómo prodiga usted su antipatía! ¡Un poeta! ¡Un filósofo! ¡Ah, que no se diga!" Yo había perdido el tiempo de dos asaltos, estaba sofocado, avergonzado y despreciado por un hombre más, el acreedor, a quien no había podido hacer gran cosa.
En efecto, el odio es un licor precioso, un veneno más caro que el de los Borgia, pues está hecho con nuestra sangre, nuestra salud, nuestro sueño ¡y los dos tercios de nuestro amor! ¡Hay que guardarlo avaramente!

DEL VAPULEO

El vapuleo no debe practicarse más que contra los secuaces del error. Si somos fuertes, nos perdemos atacando a un hombre fuerte; aunque disintamos en algunos puntos, él será siempre de los nuestros en ciertas ocasiones.
Hay dos métodos de vapuleo: en línea curva y en línea recta, que es el camino más corto. (...) La línea curva divierte a la galería, pero no la instruye.
La línea recta... consiste en decir: "El señor X... es un hombre deshonesto y además un imbécil; cosa que voy a probar" -¡y a probarla!-; primero..., segundo..., tercero...etc. Recomiendo este método a quienes tengan fe en la razón y buenos puños.
Un vapuleo fallido es un accidente deplorable, es una flecha que vuelve al punto de partida, o al menos, que nos desgarra la mano al partir; una bala cuyo rebote puede matarnos.

DE LOS MÉTODOS DE COMPOSICIÓN

Hoy por hoy hay que producir mucho, de modo que hay que andar de prisa; de modo que hay que apresurarse lentamente; pues es menester que todos los golpes lleguen y que ni un solo toque sea inútil.
Para escribir rápido, hay que haber pensado mucho; haber llevado consigo un tema en el paseo, en el baño, en el restaurante, y casi en casa de la querida. (...)
Cubrir una tela no es cargarla de colores, es esbozar de modo liviano, disponer las masas en tono ligero y transparentes. La tela debe estar cubierta -en espíritu- en el momento en que el escritor toma la pluma para escribir el título.
Se dice que Balzac ennegrece sus manuscritos y sus pruebas de manera fantástica y desordenada. Una novela pasa entonces por una serie de génesis, en los que se dispersa, no sólo la unidad de la frase, sino también la de la obra. Sin duda es este mal método el que da a menudo a su estilo ese no se qué de difuso, de atropellado y de embrollado, que es el único defecto de ese gran historiador.

DEL TRABAJO DIARIO Y DE LA INSPIRACIÓN

Una alimentación muy sustanciosa, pero regular, es la única cosa necesaria para los escritores fecundos. Decididamente, la inspiración es hermana del trabajo cotidiano. Estos dos contrarios no se excluyen en absoluto, como todos los contrarios que constituyen la naturaleza. La inspiración obedece, como el hombre, como la digestión, como el sueño. (...) Si se consiente en vivir en una contemplación tenaz de la obra futura, el trabajo diario servirá a la inspiración, como una escritura legible sirve para aclarar el pensamiento, y como el pensamiento calmo y poderoso sirve para escribir legiblemente, pues ya pasó el tiempo de la mala letra.

DE LA POESÍA

En cuanto a los que se entregan o se han entregado con éxito a la poesía, yo les aconsejo que no la abandonen jamás. La poesía es una de las artes que más reportan; pero es una especie de colocación cuyos intereses sólo se cobran tarde; en compensación, muy crecidos.
Desafío a los envidiosos a que me citen buenos versos que hayan arruinado a un editor.
(...)
¿Por lo demás, qué tiene de sorprendente, puesto que todo hombre sano puede pasarse dos días sin comer, pero nunca sin poesía?
El arte que satisface la necesidad más imperiosa será siempre el más honrado.

DE LOS ACREEDORES

(...) Que el desorden haya acompañado a veces al genio, lo único que prueba es que el genio es terriblemente fuerte; por desgracia, para muchos jóvenes, ese título expresaba no un accidente, sino una necesidad.
Yo dudo mucho que Goethe haya tenido acreedores (...). No tengan acreedores jamás; a lo sumo, hagan como si los tuvieran, que es todo lo que puedo permitirles.

DE LAS QUERIDAS

Si quiero acatar la ley de los contrastes, que gobierna el orden moral y el orden físico, me veo obligado a ubicar entre las mujeres peligrosas para los hombres de letras, a la mujer honesta, a la literata y a la actriz; la mujer honesta, porque pertenece necesariamente a dos hombres y es un mediocre pábulo para el alma despótica de un poeta; la literata, porque es un hombre fallido; la actriz, porque está barnizada de literatura y habla en "argot"; en fin, porque no es una mujer en toda la acepción de la palabra, ya que el público le resulta algo más preciosos que el amor.
(...)
Porque todos los verdaderos literatos sienten horror por la literatura en determinados momentos, por eso, yo no admito para ellos -almas libres y orgullosas, espíritus fatigados que siempre necesitan reposar al séptimo día-, más que dos clases posibles de mujeres: las bobas o las mujerzuelas, la olla casera o el amor.
-Hermanos, ¿hay necesidad de exponer las razones?

15 de abril de 1846

viernes, 18 de noviembre de 2011

HELLRAISER "inferno"

Memoria Iluminada - Alejandra Pizarnik -Encuentro 01- Flora, ese ser imp...

Juan Luis Matínez - Poemas



SOLO PARA ELLA

Encontrar el lenguaje
la llave de los mundos
no para cerrar
sino para abrir
terminado el ciclo de lo Oscuro
en adelante, a la Apertura.
Pero sobre todo
oh sobre todo
no sumergir
lo que está cerrado
y espera, en la sombra, ser abierto.


ESCRITURA II
 
Esos instantes de esritura en que nadie me reconoce
en que llego a ser yo mismo
mi propio encuentro en la encrucijada de la carne y el espíritu
cuando el agua pura del devenir se escurre en mi ser
en un sentimiento profundo de intensa luz
con la certeza de una esencia vital quemando los ritmos
los estremecimientos esenciales de un corazón renaciente.

Esos instantes de ausencia física donde el espacio-tiempo se congela.

Me desprendo sin pena del artificio del cuerpo,
recorriendo las noches atroces del no-humano:
vibraciones surgidas del trasfondo de la conciencia.
Y busco en vano el borde de un sueño visionario
para relajarme del incierto y arrasante viaje
que el odio y el temor de lo cotidiano me han hecho emprender.

Esos instantes de miseria lúcida cuyo perdón me parece imposible
necesariamente imposible.


ESCRITURA III

Bajo el gesto mecánico
vive la existencia profunda.

Desnudez perfecta de la escritura
vastedad cercada de la creación.

Las palabras nos encadenan
más allá de las marismas subterráneas
en donde se atasca nuestro espíritu.

Jalones posados en el laberinto,
estos versos conducen a la claridad.

Paisajes despojados de esperanza:
su luz hace fundir
las máscaras impuestas por la vida.

¡Escritura! Ni remedio ni verdad
aún, ni belleza o desgarramiento.

En el exilio de nuestro cuerpo
justa prisión de la que nadie se evade.


QUIÉN SOY YO

Espero que la sombra me separe del día
y que fuera del tiempo, bajo un cielo sin techo
la noche me acoja donde mejor sé morir.

Si mi destino está sobre la tierra, entre los hombres
preciso será aceptar en mí aquello que me definió,
puesto que no quiero ser otro que yo mismo.

Mi nombre, mi rostro, todo aquello que no me pertenece
lo doy como forraje al público insaciable,
mi verdad las comparto con los míos.

No vivo en la superficie, mi morada está más profunda
el malentendido no viene de mí: nada tengo que ocultar
si no sé adónde voy, sé con quién voy.

Mi parte del trabajo es asumir mi libertad
lo digo al fin que más tarde nadie se asombre:
lucharé hasta que me reconozcan vivo.

Mi patria está sin nombre, sin tachas
hay una verdad en la subversión
que nos devolverá nuestra pureza escarnecida.

Y si debiera equivocarme, eso nada cambiaría
hacer reventar los sistemas es el único juego aceptable,
el movimiento es la única manera de permanecer vivos.

Mi amor lo doy al hombre o a la mujer
quién me acompañará en este periplo incierto
donde velan la angustia y la soledad.

Y no cerraré los ojos, ni los bajaré.


MAÑANA SE LEVANTA

De este reparto de la ausencia
donde nos conduce todo dolor
nos queda la fuerza de ser.
De ser únicamente.

Por los días que hemos estrujado
y lanzado sobre la cesta del tiempo.
Por las horas de silencio abortado
que llevaba en él nuestra quietud.
Por las noches cedidas a la escritura:
noches de duelo, crespones de sueño.
Únicamente ser.

Por las manos tan mal estrechadas,
los rostros tan rápidamente olvidados.
Por los años perdidos vanamente
justificando nuestra existencia por el trabajo.
Por todas las formas de restricción
que han curvado nuestros cuerpos hasta el suelo.
El arte desaparece donde comienza la vida.

¡Fuerza de ser!, debilidad de vivir,
gritos que brotan de nuestras gargantas oprimidas,
dedos de hierro de leyes usurpadoras
que amoratan nuestra carne soberana.

Exijo el derecho de ser escuchado
si mañana se despierta la libertad.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Wu Ch'eng-en / Jean Cocteau / Feng Meng-lung - Cuentos


LA SENTENCIA

Aquella noche, en la hora de la rata, el emperador soñó que había salido de su palacio y que en la oscuridad caminaba por el jardín, bajo los árboles en flor. Algo se arrodilló a sus pies y le pidió amparo. El emperador accedió; el suplicante dijo que era un dragón y que los astros le habían revelado que al día siguiente, antes de la caída de la noche, Wei Cheng, ministro del emperador, le cortaría la cabeza. En el sueño, el emperador juró protegerlo.

Al despertarse, el emperador preguntó por Wei Cheng. Le dijeron que no estaba en el palacio; el emperador lo mandó buscar y lo tuvo atareado el día entero, para que no matara al dragón, y hacia el atardecer le propuso que jugaran al ajedrez. La partida era larga, el ministro estaba cansado y se quedó dormido.

Un estruendo conmovió la tierra. Poco después irrumpieron dos capitanes, que traían una inmensa cabeza de dragón empapada en sangre. La arrojaron a los pies del emperador y gritaron:

-¡Cayó del cielo!

Wei Cheng, que había despertado, la miró con perplejidad y observó:

-Qué raro, yo soñé que mataba a un dragón así.



EL GESTO DE LA MUERTE

Un joven jardinero persa dice a su príncipe:

-¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahán.

El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:

-Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?

-No fue un gesto de amenaza -le responde- sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahán esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahán.

EL DEDO

Feng Meng-lung

Un hombre pobre se encontró en su camino a un antiguo amigo. Éste tenía un poder sobrenatural que le permitía hacer milagros. Como el hombre pobre se quejara de las dificultades de su vida, su amigo tocó con el dedo un ladrillo que de inmediato se convirtió en oro. Se lo ofreció al pobre, pero éste se lamentó de que eso era muy poco. El amigo tocó un león de piedra que se convirtió en un león de oro macizo y lo agregó al ladrillo de oro. El amigo insistió en que ambos regalos eran poca cosa.

-¿Qué más deseas, pues? -le preguntó sorprendido el hacedor de prodigios.

-¡Quisiera tu dedo! -contestó el otro.

viernes, 4 de noviembre de 2011

The Doors - I Can't See Your Face In My Mind (Subtítulado en español)

Pink Floyd - If (Subtitulos en Español)

Tenhi - Soutu

Joseph Sheridan Le Fanu - Cuento


EL FANTASMA Y EL EMBALSAMADOR


Al revisar los papeles de mi respetado y apreciado amigo Francis Purcell, que hasta el día de su muerte y por espacio de casi cincuenta años desempeñó las arduas tareas propias de un párroco en el sur de Irlanda, encontré el documento que presento a continuación. Como éste había muchos, pues era coleccionista curioso y paciente de antiguas tradiciones locales, materia muy abundante en la región en la que habitaba. Recuerdo que recoger y clasificar estas leyendas constituía un pasatiempo para él; pero no tuve noticia de que su afición por lo maravilloso y lo fantástico llegara al extremo de incitarle a dejar constancia escrita de los resultados de sus investigaciones hasta que, bajo la forma de legado universal, su testamento puso en mis manos todos sus manuscritos. Para quienes piensen que el estudio de tales temas no concuerda con el carácter y la costumbres de un cura rural, es conveniente resaltar que existía una clase de sacerdotes, los de la vieja escuela, clase casi extinta en la actualidad, de costumbres más refinadas y de gustos más literarios que los de los discípulos de Maynooth.
Tal vez haya que añadir que en el sur de Irlanda está muy extendida la superstición que ilustra el siguiente relato, a saber, que el cadáver que ha recibido sepultura más recientemente, durante la primera etapa de su estancia contrae la obligación de proporcionar agua fresca para calmar la sed abrasadora del purgatorio a los demás inquilinos del camposanto en el que se encuentra. El autor puede dar fe de un caso en el que un agricultor próspero y respetable de la zona lindante con Tipperary, apenado por la muerte de su esposa, introdujo en el féretro dos pares de abarcas, unas ligeras y otras más pesadas, las primeras para el tiempo seco y las segundas para la lluvia, con el fin de aliviar las fatigas de las inevitables expediciones que habría de acometer la difunta para buscar agua y repartirla entre las almas sedientas del purgatorio. Los enfrentamientos se tornan violentos y desesperados cuando, casualmente, dos cortejos fúnebres se aproximan al mismo tiempo al cementerio, pues cada cual se empeña en dar prioridad a su difunto para sepultarle y liberarle de la carga que recae sobre quien llega el último. No hace mucho sucedió que uno de los dos cortejos, por miedo a que su amigo difunto perdiera esa inestimable ventaja, llegó al cementerio por un atajo y, violando uno de sus prejuicios más arraigados, sus miembros lanzaron el ataúd por encima del muro para no perder tiempo entrando por la puerta. Se podrían citar numerosos ejemplos, y todos ellos pondrían de manifiesto cuán arraigada se encuentra esta superstición entre los campesinos del sur. Pero no entretendré al lector con más preliminares y procederé a presentarle el siguiente:
Extracto de los manuscritos del difunto reverendo Francis Purcell, de Drumcoolagh.
«Voy a contar la siguiente historia con todos los detalles que recuerdo y con las propias palabras del narrador. Tal vez sea necesario destacar que se trataba de un hombre, como se suele decir, bien hablado, pues durante mucho tiempo enseñó las artes y las ciencias liberales que a su juicio era conveniente que conocieran los despiertos jóvenes de su parroquia natal, circunstancia ésta que podría explicar la aparición de ciertas palabras altisonantes en el transcurso de la presente narración, más destacables por su eufonía que por la corrección con que se emplean. Sin más preámbulos, procedo a presentar ante ustedes las fantásticas aventuras de Terry Neil.
»Pues es una historia rara, y tan cierta como que yo estoy vivo, y hasta me atrevería a decir que no hay nadie en las siete parroquias que pueda contarla ni mejor ni con más claridad que yo, porque le pasó a mi padre y la he oído de su propia boca cien veces. Y no es porque fuera mi padre, pero puedo decir con orgullo que la palabra de mi padre era tan indigna de crédito como el juramento de cualquier noble del país. Tanto es así que cuando algún pobre hombre se metía en líos, siempre era él quien iba de testigo a los tribunales. Pero bueno, eso da igual. Era el hombre más honrado y más sobrio de los alrededores, aunque, eso sí, le gustaba un poco demasiado empinar el codo. No había en todo el pueblo nadie mejor dispuesto para trabajar y cavar, y era muy mañoso para la carpintería y para arreglar muebles viejos y cosas por el estilo. Y como es natural, también le dio por componer huesos, porque no había nadie como él para ajustar la pata de un taburete o de una mesa, y puedo asegurar que nunca hubo ensalmador con tantísima clientela, hombres y niños, jóvenes y viejos. No ha habido en el mundo nadie que arreglara mejor un hueso roto. Pues bien, Terry Neil, que así se llamaba mi padre, viendo que el corazón se le ponía cada día más ligero y la cartera más pesada, cogió unas tierrecitas que pertenecían al señor de Phelim, debajo del viejo castillo, un sitio bien bonito. Ya fuera de noche o de día, iban a verle pobres desgraciados de toda la región con las piernas y los brazos rotos, que no podían ni apoyar siquiera un pie en el suelo, para que les juntara los huesos.
»Todo marchaba muy bien, señoría, pero era costumbre que cuando Phelim salía al campo, unos cuantos arrendatarios suyos vigilasen el castillo, como una especie de homenaje a la vieja familia, y la verdad, era un homenaje muy desagradable para ellos, porque todo el mundo sabía que en el castillo había algo raro. Al decir de los vecinos, el abuelo de Phelim, que Dios tenga en su gloria, era un caballero de los pies a la cabeza pero le daba por pasear en mitad de la noche, igual que lo hacemos usted o yo, y que Dios quiera que sigamos haciendo, desde el día que se le reventó una vena cuando sacaba un corcho de una botella. Pero a lo que vamos: el señor se salía del cuadro en el que estaba pintado su retrato, rompía todos los vasos y botellas que se le ponían por delante y se bebía lo que tuvieran, cosa que no es de extrañar. Si por casualidad entraba alguien de la familia, volvía a subirse a su sitio con cara de inocente, como si no supiera nada de nada, el muy sinvergüenza.
»Pues bien, señoría, como iba diciendo, una vez los del castillo fueron a Dublín a pasar una o dos semanas, así que, como de costumbre, varios arrendatarios fueron a vigilar el castillo, y a la tercera noche le tocó el turno a mi padre.
»"Maldita sea" se dijo para sus adentros. "Tengo que pasar en vela toda la noche, y encima con ese espíritu vagabundo, que Dios confunda, dando la tabarra por la casa y haciendo perrerías." Pero como no había forma de librarse de aquello, hizo de tripas corazón y allá que se fue a la caída de la noche, con una botella de whisky y otra de agua bendita.
»Llovía bastante y estaba todo oscuro y tenebroso cuando llegó mi padre. Se echó un poco de agua bendita por encima y, al poco tiempo, tuvo que beberse un vaso de whisky para entrar en calor. Le abrió la puerta el viejo mayordomo, Lawrence O'Connor, que siempre se había llevado bien con mi padre. Así que al ver quién era y que mi padre le dijo que le tocaba a él vigilar en el castillo, el mayordomo se ofreció a velar con él. Estoy seguro de que a mi padre no le pareció mal. Larry le dijo:
»-Vamos a encender fuego en el salón.
»-¿No será mejor en el comedor? -contesta mi padre, porque sabía que el retrato del señor estaba en el salón.
»-No se puede encender fuego en el comedor, porque en la chimenea hay un nido de grajillas -dice Lawrence.
»-Pues entonces vamos a la cocina, porque no me parece bien que una persona como yo esté en el salón -va y dice mi padre.
»-Venga, Terry -dice Lawrence-. Si vamos a mantener la vieja costumbre, más vale hacerlo como Dios manda.
»"¡Al diablo con las costumbres!", dijo mi padre, pero para sus adentros, a ver si me entiende, porque no quería que Lawrence notara que tenía miedo.
»-Bueno, como a ti te parezca, Lawrence -dice, y bajaron a la cocina hasta que prendiera la leña en el salón, para lo que no tuvieron que esperar mucho.
»Al poco rato subieron otra vez y se sentaron cómodamente junto a la chimenea del salón y se pusieron a charlar, fumando y bebiendo a sorbitos el whisky, con un buen fuego de leña y turba para calentarse las piernas.
»Pues señor, como iba diciendo, estuvieron hablando y fumando tan a gusto hasta que Lawrence empezó a quedarse dormido, como solía pasarle con frecuencia, porque era un criado viejo acostumbrado a dormir mucho.
»-Pero hombre, ¿será posible que te estés durmiendo? -dice mi padre.
»-No digas bobadas -le contesta Larry-. Es que cierro los ojos para que no me entre el humo del tabaco, que me hace llorar. Así que no te metas donde no te llaman -le dice muy tieso (porque el hombre tenía una panza enorme, que Dios le tenga en su gloria)-, y continúa con lo que me estabas contando, que te escucho -le dice, cerrando los ojos.
»Cuando mi padre se dio cuenta de que no servía de nada hablarle, siguió con la historia de Jim Sullivan y su cabra, que es lo que estaba contando. Era una historia bien bonita, y tan entretenida que podría haber despertado a un lirón y aún más a un simple cristiano que se estaba quedando dormido. Pero, según como lo contaba mi padre, creo que jamás se ha oído nada por el estilo, porque le ponía toda el alma, como si le fuera en ello la vida, porque quería que Larry se mantuviera despierto. Pero no le sirvió de nada, porque lo invadió el sueño, y antes de que terminara de contar la historia, Larry O'Connor se puso a roncar como un condenado.
»-¡Maldita sea! -dice mi padre-. Este tipo es imposible, es capaz de dormirse en la misma habitación en la que ronda un espíritu. Que Dios nos coja confesados -dice, y fue a sacudir a Lawrence para espabilarlo, pero cayó en la cuenta de que si lo despertaba, seguramente se iría a la cama y lo dejaría completamente solo, lo que sería todavía peor.
«"En fin, no molestaré al pobre hombre" pensó mi padre. "No estaría bien interrumpirlo ahora que se ha quedado dormido. Ojalá estuviera yo igual que él."
»Así que se puso a pasear por la habitación, rezando, hasta que rompió a sudar, con perdón. Pero como no le servía de nada, se bebió lo menos medio litro de alcohol para darse ánimos.
»"Ojalá estuviera tan tranquilo como Larry" se dijo. "A lo mejor me duermo si me lo propongo."
»Y al tiempo que lo pensaba arrastró un sillón grande hasta el de Lawrence y se acomodó lo mejor que pudo.
»Pero se me olvidaba contarle una cosa muy rara. Aunque no quería hacerlo, de vez en cuando miraba al cuadro, y se dio cuenta de que los ojos del retrato lo seguían a todas partes y lo miraban fijamente y hasta le hacían guiños. Al ver aquello pensó: "Maldita sea mi suerte y el día en que se me ocurrió venir aquí. Pero nada vale lamentarse. Si tengo que morir, más vale armarse de valor."
»Pues bien, señoría, intentó tranquilizarse y hasta llegó a pensar que a lo mejor se había quedado dormido, pero lo desengañó el ruido de la tormenta, que hacía crujir las grandes ramas de los árboles y silbaba por el tiro de las chimeneas del castillo. Una vez, el viento dio tal bufido que le pareció que se iban a desmoronar los muros del castillo de lo fuerte que los sacudió. De repente se acabó la tormenta, y la noche se quedó de lo más apacible, como en pleno mes de julio. No habrían pasado más de tres minutos cuando le pareció oír un ruido sobre la repisa de la chimenea. Mi padre abrió una pizca los ojos y vio con toda claridad que el viejo señor salía del cuadro poco a poco, como si se estuviera quitando la chaqueta. Se apoyó en la repisa y puso los pies en el suelo. Y entonces, el viejo zorro, antes de seguir adelante, se paró un rato para ver si los dos hombres dormían, y cuando creyó que todo estaba en orden, estiró un brazo y agarró la botella de whisky, y se bebió por lo menos medio litro. Cuando quedó satisfecho dejó la botella en el mismo sitio de antes con todo el cuidado del mundo y se puso a pasear por la habitación, tan sobrio como si no hubiera bebido ni una gota de alcohol. Cada vez que se paraba junto a él, a mi padre se le venía un olor a azufre, y le entró un miedo espantoso, porque sabía que es azufre precisamente lo que se quema en el infierno, con perdón. Se lo había oído contar muchas veces al padre Murphy, que tenía que saber lo que pasa allí. El pobre ya ha muerto, que Dios lo tenga en su gloria. Mire usted, señoría, mi padre estuvo bastante tranquilo hasta que se le acercó el espíritu. Madre mía, le pasó tan cerca que el olor a azufre lo dejó sin respiración y le dio un ataque de tos tan fuerte que casi se cayó del sillón en que estaba.
»-¡Vaya, vaya! -dice el señor parándose a poco más de dos pasos de mi padre y volviéndose para mirarlo-. De modo que eres tú, ¿eh? ¿Qué tal te va, Terry Neil?
»-A su disposición, señoría -dice mi padre (cuando se lo permitió el susto que tenía, porque estaba más muerto que vivo)-. Me alegro de ver a su señoría.
»-Terence -dice el señor-, eres un hombre respetable (cosa que es cierta), trabajador y sobrio, un verdadero ejemplo de embriaguez para toda la parroquia.
»-Gracias, señoría -respondió mi padre, cobrando ánimos-. Usted siempre ha sido un caballero muy atento. Que Dios tenga en su gloria a su señoría.
»-¿Que Dios me tenga en su gloria? -dice el espíritu (poniéndosele la cara roja de ira)-. ¿Que Dios me tenga en su gloria? Pero ¡serás cretino y bruto! ¿Qué modales son ésos? -dice-. Yo no tengo la culpa de estar muerto, y la gente como tú no tiene que restregármelo por las narices a la primera de cambio -dice, dando una patada tan fuerte en el suelo que casi rompió la madera.
»-No soy más que un pobre hombre, tonto e ignorante -le dice mi padre.
»-Desde luego que sí -dice el señor-, pero para escuchar tus tonterías y hablar con gente como tú no me molestaría en subir hasta aquí, quiero decir en bajar -dice, y a pesar de lo pequeño que fue el error, mi padre se dio cuenta-. Escúchame bien, Terence Neil -dice-. Siempre fui un buen amo para Patrick Neil, tu abuelo.
»-Sí que es verdad -dice mi padre.
»-Y además, creo que siempre fui un caballero correcto y sensato -dice el otro.
»-Así es como yo lo llamaría, sí señor -dice mi padre (aunque era una mentira muy gorda, pero ¡a ver qué iba a hacer!).
»-Pues aunque fui tan sobrio como la mayoría de los hombres, o al menos como la mayoría de los caballeros, y aunque en algunas épocas fui un cristiano tan extravagante como el que más, y caritativo e inhumano con los pobres -va y dice-, no me encuentro muy a gusto donde vivo ahora, que sería lo suyo.
»-Sí que es una lástima -dice mi padre-. A lo mejor su señoría debería hablar con el padre Murphy...
»-Calla la boca, deslenguado -dice el señor-. No es en mi alma en lo que estoy pensando. No sé cómo te atreves a hablar de almas con un caballero. Cuando quiera arreglar eso, iré a ver a quien se ocupa de estas cosas. No es mi alma lo que me molesta -dice sentándose frente a mi padre-. Lo que tengo mal es la pierna derecha, la que me rompí en Glenvarloch el día en que maté a Barney.
«(Más adelante, mi padre se enteró de que era uno de sus caballos preferidos, que se cayó debajo de él al saltar la valla que bordea la cañada.)
»-¿No será que su señoría se siente incómodo por haberlo matado?
»-Calla la boca, estúpido -dice el señor-. Ahora te explico por qué me molesta la pierna -dice-. En el lugar en que paso la mayor parte del tiempo, a no ser los pocos ratos que me quedan para dar una vuelta por aquí, tengo que andar mucho, cosa a la que no estaba acostumbrado antes -dice-; y no me sienta nada bien, porque sabrás que a la gente con la que estoy le gusta muchísimo el agua, porque no hay nada mejor para la sed y, además, allí hace demasiado calor -dice-. Tengo la obligación de llevarles agua, aunque la verdad es que yo me quedo con muy poca. Te puedo asegurar que es una tarea complicada, porque esa gente parece estar seca y se la beben toda en cuanto la llevo. Pero lo que me lleva a mal traer es lo débil que tengo la pierna y, para abreviar, lo que quiero es que le des un par de tirones para ponerla en su sitio.
»-Pues, señoría, yo no me atrevería a hacerle una cosa así a su señoría -dice mi padre (porque no le apetecía lo más mínimo tocar al espíritu)-. Sólo lo hago con pobres hombres como yo.
»-No seas pelotillero -dice el señor-. Aquí tienes la pierna -dice, levantándola hacia mi padre-. Dale un buen tirón, porque si no lo haces, te juro por todos los poderes inmortales que no te dejaré un solo hueso sano.
»Cuando mi padre oyó aquello, comprendió que no le iba a servir de nada resistirse, así que cogió la pierna y se puso a tirar hasta que la cara se le cubrió de sudor, bendito sea Dios.
»-Tira fuerte, imbécil -dice el señor.
»-Como mande su señoría -dice mi padre.
»-Más fuerte -dice el señor.
»Y mi padre tiró con todas sus fuerzas.
»-Voy a beber un traguito para darme ánimos -dice el señor, acercando la mano a la botella y dejando caer todo el peso del cuerpo. Pero, con todo lo listo que era, metió la pata, porque cogió la otra botella . -A tu salud, Terence -dice-, y sigue tirando con todas tus fuerzas-. Levantó la botella de agua bendita, pero casi no se la había acercado a los labios cuando soltó un grito tan grande que pareció como si la habitación fuera a hacerse pedazos, y pegó tal sacudida que mi padre se quedó con la pierna en las manos. El señor dio un salto por encima de la mesa, y mi padre salió volando hasta el otro extremo de la habitación y se cayó de espaldas en el suelo. Cuando volvió en sí, el alegre sol de la mañana se colaba por las contraventanas, y él estaba tumbado de espaldas en el suelo. Tenía agarrada la pata de una silla que se había desprendido, y el viejo Larry seguía dormido como un tronco y roncando. Aquella mañana, mi padre fue a ver al padre Murphy, y desde ese día hasta el de su muerte no dejó de confesarse ni de ir a misa, y, como hablaba poco de lo que le había pasado, la gente le creía más. En cuanto al señor, o sea el espíritu, no se sabe si porque no le gustó lo que bebió o porque perdió una pierna, el caso es que nadie lo volvió a ver deambular.»